La Revolución Industrial nos legó entre sus herencias la jornada laboral de 8 horas. A principios del siglo pasado, un obrero estadounidense promedio trabajaba más de 60 horas a la semana, abandonando solo su puesto laboral cuando estaba demasiado oscuro para ver o para ir a la iglesia.

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En 1916, en plena Gran Guerra, el sindicato ferroviario exigió una jornada de ocho horas diarias, en gran medida porque las estadísticas marcaban un aumento de accidentes y muertes luego de 8 horas de trabajo ininterrumpidas.

El presidente Woodrow Wilson pidió al Congreso que convirtiera en ley la jornada de 8 horas para los trabajadores del ferrocarril.

Veinte años más tarde, el Nuevo Trato extendió el derecho a todas las industrias, estableciendo un salario mínimo, y un máximo de 40 horas de trabajo semanal.

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Varios países europeos han experimentado jornadas de 7, 6 e incluso 5 horas diarias, y han comprobado que esta reducción laboral aumenta la productividad y mejora la salud de los empleados.

Mientras en países de Latinoamérica, como México, una jornada de 8 horas resulta irrelevante, ya que un empleado promedio necesita por lo menos 52 horas para cubrir gastos básicos.

Fuente: YahooFinanzas.com


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